EL CORREO
viernes, julio 02, 2004
 
Fundamentos trascendentes (preocupación y optimismo)
En el Simposio Regional del Consejo Pontificio de la Cultura «La fe cristiana, creadora de cultura para el tercer milenio» -celebrado en Madrid del 22 al 25 de octubre de 1995, en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense- Mons. Franc Rodé, Secretario del Consejo Pontificio de la Cultura (Eslovenia) hizo su aporte con la conferencia: LA «CULTURA DE LA NACIÓN» EN PERSPECTIVA CRISTIANA. LA FE ANTE LOS NACIONALISMOS CONTEMPORÁNEOS. Destaco el siguiente párrafo:

“Con la Revolución francesa se trastocan la concepción del hombre y de la sociedad, y como consecuencia aparece también un concepto nuevo de nación. Es característica la voluntad de hacer triunfar una nueva moral que tiene como idea-guía el principio de inmanencia o de autonomía, en contraposición al principio de trascendencia o de heteronomía. Hasta este momento histórico, las sociedades se basan en un sistema de valores derivado de un principio que es a la vez superior y externo a la misma sociedad. De este modo, las normas de la vida individual y social se ordenan a un fin diverso de la misma sociedad y de los individuos que la componen. El fundamento de la sociedad es un hecho religioso, pues la vida humana y su organización social están determinadas por la trascendencia de la divinidad. Éste era el caso, por ejemplo, de los regímenes políticos europeos de la Cristiandad durante los siglos XII y XIII.

A partir del siglo XVI se desarrolla en el seno de estas mismas sociedades un proyecto de autonomía; pero no se concibe sólo en términos de independencia entre poder civil y poder eclesiástico, sino que es la misma sociedad humana la que se constituye en principio y norma de sí misma. Semejante objetivo conllevaba la transición del absoluto religioso trascendente al absoluto sociopolítico inmanente, así como la sustitución de una norma moral fundamentada en Dios, por una norma moral puramente humana, legitimada por la razón individual o por el orden social. Ya Maquiavelo construye su sistema interpretativo de la política basándose en la idea de que la adquisición y la conservación del poder político es el valor supremo y absoluto de la vida. Y, dos siglos más tarde, Jean-Jacques Rousseau sacraliza el poder político como expresión de la voluntad general. Asímismo, Thomas Hobbes, James Mills y los enciclopedistas reducen la moral a la búsqueda del placer sensible y a la huida del dolor. Por último, en el siglo XIX, Fichte, Schelling y Hegel acaban por sacralizar a la sociedad y a sus dirigentes.”


Y a continuación un fragmento de una interesantísima editorial de La Nación del año 1999:

“Pero aun quienes han negado la existencia de un valor supremo absoluto, se han visto obligados, en toda época, a recurrir a tablas de valores de carácter empírico y a fundarse en esas tablas para poder organizar formas de vida y de relación razonablemente estables.

Es que sin una escala objetiva de valores -por ejemplo, la que privilegia la dignidad de la persona humana- sería imposible estructurar una sociedad sustentada sobre bases de convivencia duraderas y sobre pautas compatibles con el respeto a los principios culturales y humanísticos que se fueron consolidando a través de los siglos por encima de las antinomias y diferencias que jalonaron el devenir histórico.

Los valores emanan, con frecuencia, de los principios inmutables proclamados por una fe religiosa. Pero también pueden fundarse en concepciones no religiosas, desvinculadas de toda referencia a un Dios creador. De hecho, la historia de las culturas no es otra cosa que el desarrollo pluralista de ideas, creencias y concepciones que, colisionando a veces unas con otras, lograron modelar, por encima de las diferencias, un repertorio de valores fundamentales que hoy gozan de reconocimiento universal.”


Del fragmento anterior quiero destacar un párrafo, porque creo que hay algo que aclarar:

“Los valores emanan, con frecuencia, de los principios inmutables proclamados por una fe religiosa. Pero también pueden fundarse en concepciones no religiosas, desvinculadas de toda referencia a un Dios creador.”

No sé si se aplica a otras religiones, pero en el catolicismo, los principios inmutables que proclama la fe religiosa no son invenciones del hombre, sino que surgen de las mismas verdades que todas las conciencias pueden reconocer (como por ejemplo la dignidad de la persona humana) y se van perfeccionando por la enseñanza de Dios.

Por otro lado, y según La Nación, los principios inmutables podrían no fundarse en referencia a un Dios creador. Pero eso si interpretamos ese fundarse como una inspiración voluntaria. Podemos no inspirarnos voluntariamente en Dios. Pero para los creyentes el hombre lo que hace es descubrir esos principios (para luego perfeccionarlos), precisamente porque Dios los grabó en su conciencia. Y eso no es un invento metafórico, es lo que se aprendió de los textos antiguos y de Jesucristo, más no soy experto en Teología, sólo aclaro.

Evidentemente el hombre necesita valores o fundamentos trascendentes. Como dice Chesterton en la primera historia del Padre Brown: “(...) sólo el ignorante en cosas de la razón, puede creer que se razone sin sólidos e indisputables primeros principios”. Que el hombre no haya aceptado a la religión como transmisora de esos fundamentos (y no aceptado a Dios como creador de esos fundamentos), es trágico, en cuanto a las consecuencias nefastas sobre la misma historia.

Pero seamos optimistas, quizás con el desarrollo pluralista de ideas, creencias y concepciones que colisionan unas con otras podamos, junto con los no creyentes, redescubrir y reafirmar esos valores trascendentes. Yo veo que el mismo Papa confía en las iniciativas no religiosas como la ONU y su Declaración de los Derechos del Hombre. Porque ve la bondad que las personas son capaces de realizar, la cree inspirada por Dios y confía en que la perseverancia en esas buenas iniciativas puede llevar al hombre de vuelta a Dios.


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